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Otra entrega de Eduardo el Grande, esta vez sobre derechos de los muertos y los vivos.
EL NEOLÍTICO ESTÁ SOBREVALORADO
Puede que haya tenido sus ratos buenos, cualquiera sabe, pero tenía que estar mandado recoger. Su vigencia sin ajes ni arrugas convierte en sarcasmo la jaculatoria decimonónica de que la humanidad progresa.
Hace cien siglos que se implantó el sedentarismo y se impuso el terror del principio mortuorio. El hombre ha de comprender que se encuentra sin salida en un territorio sagrado donde imperan la genealogía, el parentesco y la propiedad. Rigen el pasado y sus muertos, toda palabra viva queda sometida a una muerta.
Desde hace cien siglos, el hombre es el animal fúnebre y cercado. Ese pueblerinato implacable ha moldeado la lógica de la especie y dictado su inventario de fantasmas. No quiero arreglarlo ahora mismo, sólo me sustraigo a la universal celebración del aniversario, y aventuro una propuesta legislativa a favor de la vida inteligente.
No debe hacer mucho que recibí una invitación para sumarme a una reclamación fúnebre del todo alucinógena. Los herederos de Unamuno, que no llegarán ni al centenar por más unamunesca pertinacia que le hayan echado, denunciaban la apropiación de una frase por parte del ayuntamiento que, para agravar el latrocinio con el oprobio, hacía uso impropio de la perla robada, ya no sé si potencial en vez de subjuntivo, ahí no me meto.
Una frase que les había quitado el ayuntamiento. Y luego quieren que uno ame al género humano. A ver, hermanos, un poco de cordura. Estas cosas no debían haber llegado seriamente a este siglo reticulado, eso tenía que haber sido un chiste de Aristófanes necesitado de nota al pie, una irrisión, una superstición mandada recoger.
Ese menosprecio del hombre por el hombre debe terminar. Voy a legislar un poco.
• Los muertos no tienen derechos de autor ni propiedades intelectuales. Se han muerto.
• Los textos de un autor muerto son de dominio público.
• Hereda el porcentaje legal (hoy, 10% del PVP), durante una generación, el cónyuge o descendiente en línea recta nombrado en testamento. Cualquier otra fabulación testamentaria que haga un autor en referencia a sus textos tendrá valor exclusivamente literario, y será materia de juicio de las estrellas celosas, pero no de los tribunales terrestres.
Ya está. Vístase como proceda.
La diferencia entre los textos del autor muerto en los últimos 70-80 años, y los del muerto antes, obedece a una superstición neolítica, pero su consecuencia es una pérdida de riqueza que excede las fantasías que puede permitirse una sociedad que razona. Es irrisorio y lamentable que el sobrino, la hermana, el viudo, la hija, o quien parasite la portavocía mortuoria, tenga la capacidad legal de interferir en la edición, prohibirla o condicionarla.
Encuentro maravilloso que los hinchas y herederos del autor difunto hagan clubs y funden iglesias. Pero que sean como la cofradía del pimiento, que ensalza su tesoro, pero jamás secuestró una solanácea, y no interfiere en el mercado.
En la nueva forma de ser que tantea la modernidad, los contemporáneos vivos sobre la tierra son más importantes unos para otros que sus antepasados muertos y prestadores de identidad. Si eso es cierto, no hay por qué seguir despreciando la inteligencia de los supervivientes.
Otra entrega de Eduardo el Grande, esta vez sobre derechos de los muertos y los vivos.
EL NEOLÍTICO ESTÁ SOBREVALORADO
Puede que haya tenido sus ratos buenos, cualquiera sabe, pero tenía que estar mandado recoger. Su vigencia sin ajes ni arrugas convierte en sarcasmo la jaculatoria decimonónica de que la humanidad progresa.
Hace cien siglos que se implantó el sedentarismo y se impuso el terror del principio mortuorio. El hombre ha de comprender que se encuentra sin salida en un territorio sagrado donde imperan la genealogía, el parentesco y la propiedad. Rigen el pasado y sus muertos, toda palabra viva queda sometida a una muerta.
Desde hace cien siglos, el hombre es el animal fúnebre y cercado. Ese pueblerinato implacable ha moldeado la lógica de la especie y dictado su inventario de fantasmas. No quiero arreglarlo ahora mismo, sólo me sustraigo a la universal celebración del aniversario, y aventuro una propuesta legislativa a favor de la vida inteligente.
No debe hacer mucho que recibí una invitación para sumarme a una reclamación fúnebre del todo alucinógena. Los herederos de Unamuno, que no llegarán ni al centenar por más unamunesca pertinacia que le hayan echado, denunciaban la apropiación de una frase por parte del ayuntamiento que, para agravar el latrocinio con el oprobio, hacía uso impropio de la perla robada, ya no sé si potencial en vez de subjuntivo, ahí no me meto.
Una frase que les había quitado el ayuntamiento. Y luego quieren que uno ame al género humano. A ver, hermanos, un poco de cordura. Estas cosas no debían haber llegado seriamente a este siglo reticulado, eso tenía que haber sido un chiste de Aristófanes necesitado de nota al pie, una irrisión, una superstición mandada recoger.
Ese menosprecio del hombre por el hombre debe terminar. Voy a legislar un poco.
• Los muertos no tienen derechos de autor ni propiedades intelectuales. Se han muerto.
• Los textos de un autor muerto son de dominio público.
• Hereda el porcentaje legal (hoy, 10% del PVP), durante una generación, el cónyuge o descendiente en línea recta nombrado en testamento. Cualquier otra fabulación testamentaria que haga un autor en referencia a sus textos tendrá valor exclusivamente literario, y será materia de juicio de las estrellas celosas, pero no de los tribunales terrestres.
Ya está. Vístase como proceda.
La diferencia entre los textos del autor muerto en los últimos 70-80 años, y los del muerto antes, obedece a una superstición neolítica, pero su consecuencia es una pérdida de riqueza que excede las fantasías que puede permitirse una sociedad que razona. Es irrisorio y lamentable que el sobrino, la hermana, el viudo, la hija, o quien parasite la portavocía mortuoria, tenga la capacidad legal de interferir en la edición, prohibirla o condicionarla.
Encuentro maravilloso que los hinchas y herederos del autor difunto hagan clubs y funden iglesias. Pero que sean como la cofradía del pimiento, que ensalza su tesoro, pero jamás secuestró una solanácea, y no interfiere en el mercado.
En la nueva forma de ser que tantea la modernidad, los contemporáneos vivos sobre la tierra son más importantes unos para otros que sus antepasados muertos y prestadores de identidad. Si eso es cierto, no hay por qué seguir despreciando la inteligencia de los supervivientes.