martes, 18 de abril de 2017

883. EL RUMOR DE LA MONTAÑA - 1954 - YASUNARI KAWABATA



Tal y como me temía, en el fervor que los occidentales suelen mostrar hacia "lo japonés" hay sobre todo mucho de snobismo. Saber algo de una cultura tan lejana te convierte de facto en alguien "interesante" y si es para cantar sus excelencias, en un descubridor de lo ignoto. He buscado sin fortuna a algún crítico occidental que pusiera en su sitio (o que pusiera a caldo) la literatura japonesa, pero por lo visto no ha nacido aún. Según parece no hay más que incensarios. Yo no soy crítico de literatura (de hecho aborrrezco la escritura que pretende llamarse literaria) y no estoy capacitado para desmontar a todo un Nobel de Literatura, pero si hace unos cuantos años a los escritores americanos del dirty realism se les ponía de chupa dómine por la simpleza de su prosa, lo menos que se podría decir del fraseo de Yasunari Kawabata es que podría ser de un alumno de bachillerato.


Con los cánones occidentales en la mano, es decir, con la forma de leer o de escribir que se fraguó en la novela europea del XIX, EL RUMOR DE LA MONTAÑA no pasaría de la primera criba en cualquier premio literario de provincias. Por si el lector no quiere cansarse en buscar la razón de su título, lo tiene en una ensoñación del capítulo primero. Más allá de la página 10 la novela no tiene nada que ver con los rumores de las montañas (si es que alguien pudiera buscar una cosa así) sino con una pintura más o menos estilizada de la vida de una familia japonesa de los años cincuenta del siglo XX en la que el protagonista es el cabeza de familia, es decir, un hombre de sesenta y dos años que empieza a obsesionarse con el tema de la vejez.

Los miedos, los sueños, las preocupaciones o los desvaríos de un sesentón no deja de ser un tema de cierto interés universal, pero la forma en que se desarrollan los acontecimientos que muestran las dudas y movimientos del protagonista a lo largo de todo un año no tienen otro nivel que el de una pintura costumbrista local. Frases cortas, diálogos de besugos y excursus tan gratuitos que en no pocas ocasiones a los occidentales nos podría dar por pensar en toques de subrealismo.

Ciertamente la lejanía es algo de por sí bastante subrealista. Sería una verdadera sorpresa que en el lejano oriente la gente tuviera patrones de conducta o de expresión semejantes a los que nos hemos ido dando en occidente, pero también es cierto que en los últimos sesenta años el mundo se ha hecho tan chiquito que cualquier mindundi viaja hoy en día a Japón por cuatro perras para darse el pote de ser un experto en culturas exóticas.

A comienzos de año me dio la fiebre japonesa y me leí tres cosas seguidas de Junichiro Tanizaki por aquello de que (dos de ellas) prometían cierta dosis de erotismo (o sexo): La llave y Cuentos de amor. De ninguna de ellas hice reseña porque como eran las primeras cosas que leía de literatura japonesa me dejaron más frío que el mismo invierno. La otra cosa que leí de Tanizaki es el sobrevalorado Elogio de la sombra, un ensayo algo naif sobre arquitectura tradicional japonesa del que algo tendré que decir cuando aborde un mínimo acercamiento a ese tema en mi viejo diario LHD de arquitectura.


Puestos a curiosear en las profundidades de los grandes escritores de Japón (o sea, en la expresión del alma japonesa), más me interesaría quizás leer las cartas entre Kawabata y Yukio Mishima, aunque mucho me temo que a menos que me encuentre con algo que me sorprenda muy favorablemente, voy a ir contando mis descubrimientos por desengaños.