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martes, 1 de marzo de 2016

820. PRESENTAR UNA PELICULA



No es lo mismo hacer algunos comentarios a una película (que es lo que he hecho yo más de doscientas veces en este blog y que ahora sigo haciendo en el hijo de este, el spycin) que hacer una crítica, asunto mucho más serio que exige cobrar por ello. Y no es lo mismo comentar o criticar una película que hacer una presentación de la misma ante un público que ha acudido a un cine club o que se ha sentado ante la pantalla de la televisión a verla.

No sé quién me enseñó que los griegos veían teatro (el cine de su tiempo) perfectamente informados del tema, del planteamiento, del argumento y del desenlace de la historia expuesta en la obra, y que de ese modo no eran esclavos de la secuencia y del suspense, es decir, del tiempo. Eran espectadores del destino y de los detalles con que se presenta. No sé quién me lo enseñó, decía, ni sé si es cierto, pero lo aprendí muy bien y nunca se me ha olvidado porque es así como me gusta a mí ver el cine, y por extensión, la vida. Tanto es así que no solo no me importa ver un partido de fútbol o una carrera de motos sabiendo de antemano el resultado, sino que incluso lo prefiero. El problema es que a mi alrededor veo que la mayoría de la gente no comparte mis gustos y que prefieren disfrutar del gusanillo de la incertidumbre. Con un público mayoritariamente así, presentar una película es contar las cosas a medias o decir medias verdades, que es algo que tampoco me ha gustado mucho. Dar unos pocos datos, acaso los del tema o del planteamiento de la película y callarte los más importantes. Abrir un tema, y abandonarlo enseguida.

De niño todo el mundo adoraba a Alfonso Sánchez, presentador oficial de películas en televisión (arriba en la foto), pero creo yo que era por esa pintilla de funcionario que tenía, por su gesto serio, el humor soterrado y esa voz gangosa tan opuesta a lo que se podía entender por el aterciopelado sonido gutural de un locutor de radio o televisión. Con esos ingredientes, Alfonso Sánchez era un auténtico showman y es por ello, seguramente, que gustaba tanto.

El martes 23 de febrero me invitaron a presentar una película en el cine-club de mi ciudad, y a mí el micrófono siempre me ha dado mucho miedo. Mi facilidad de palabra es nula y siempre me pongo nervioso cuando hablo para más de tres personas a la vez. Hasta en mis clases y con alumnos adolescentes me suelo quedar cortado a veces. Pero no sé qué pasó, si fue la cerveza que ve bebí antes de subir al escenario o si fue que estaba escrito que así fuera, o que fui otro del que soy, el caso es que José Angel Martín me dijo al salir del cine que no sabía de mis cualidades de showman (!). Quién sabe. Lo mismo me sentí inspirado por Alfonso Sánchez.


(la foto tiene también su aquel porque no tengo ni idea de quién la hizo, pero me llegó esa misma noche del 23 de febrero del 2016 en un whatsapp desde Suiza (!))

811. COTO A LA INMEDIATEZ



Siempre he tenido aversión al teléfono. Bueno, al teléfono no, que sólo es un invento inerte. A lo que le tenía manía era a la falsa inmediatez que produce. Me llaman, contesto, y de repente parece que estamos juntos, conectados; pero yo tenía la cabeza en otro sitio y la llamada, en principio, no ha hecho sino importunarme.


Para ponerme en contacto con alguien querido que está muy lejos, yo siempre he preferido las cartas. Al ponerme a escribir abro un tiempo en mi vida y se lo dedico al destinatario, quien a su vez, interrumpe cuando quiere sus quehaceres para leer mi carta y, acaso, contestarme.


La llegada del mail electrónico ha puesto en riesgo esas tranquilas secuencias del tiempo entre los corresponsales porque el envío y la recepción inmediata pone en apuros al receptor, que se ve impelido a contestar en el acto: algo así como si el mail fuera una llamada telefónica. 


Para disipar cualquier duda en el imperio de la inmediatez llegó el whatsapp y tras su primera fase de puesta en funcionamiento, apareció la indicación de haberlo recibido y abierto, lo que te deja completamente desarmado frente al emisor. 



Con la escritura pública pasó otro tanto. En el principio,creó Dios el libro, y vio que era bueno. Pero los escritores siempre nos impacientábamos mucho por la cantidad de tiempo que mediaba entre  nuestra escritura, la edición y los lectores, e inventamos el periódico. 

  
Claro que, no siempre el director del periódico publicaba nuestro artículo al día siguiente de haberlo escrito, o mucho peor, a veces no lo publicaba. 



Para solucionar eso se inventó el blog. Y todos creímos que era bueno. Muy bueno. Pero...¿bueno de verdad? 

Mmmm. Más que bueno era inmediato, como el teléfono, claro que... ¿no habíamos quedado en que el teléfono era abominable?

Aunque mucho de lo que escribas públicamente sea únicamente para ti mismo, siempre te queda  el gusanillo de que alguien te responda. Siempre esperas algún tipo de respuesta. Y como las más de las veces esa respuesta tarda, la escritura de edición inmediata se convierte en una desesperante y continua experiencia de espera. 

Bueno, pues en esas estaba yo, inquieto y desasosegado, preguntándome: ¿cómo compensar ese permanente estado de espera? 

Muy fácil, pensé: poniendo coto a la inmediatez de la edición. Escribiendo ahora y editando cuando sea. Por ejemplo, a fin de mes. 

Y eso he empezado a hacer con todos mis blogs. No sé si habré acertado pero de momento, me siento mucho mejor. Por lo menos ya no tengo prisa por escribir.