miércoles, 10 de febrero de 2010

CAMOES

.


Un artículo de Gil Bera vale más que tres años de literatura, je je je. Pero este sobre tristeza, poesía y Camoes, vale por un master. Daros tiempo para leerlo con calma y releerlo si es preciso. Nada de leerlo en diagonal. Hay que gozar en cada palabra y cada frase suya hasta que nos suene como música, música celestial.

DESDE QUE PROFESÉ TRISTEZA
No se sabe en qué consiste el prestigio de la tristeza, porque no está acreditado que el triste deje de mentir, dé provecho, o se vuelva genial. Lo seguro es que, aprovechando la confusión, la raza irritable de los poetas exhibe patente de tristeza. También los historiadores, según Guicciardini, deben tener de horizonte la expresión del “justo dolor ante la desgracia pública”. O sea que hay, creamos a los expertos, una elocuencia de la queja que se cotiza para mejor aliño del papel.
Esa quejumbre de alioli es viejísima en poesía, tanto como la métrica. El dístico elegíaco consiste en hacer un segundo verso con un pie menos, de manera que se imita la pérdida del aliento, como si viniera del alma un hipío, y hace el efecto de estar transido por el dolor y “no tener palabras”.
El gran Camões, muy malicioso conocedor de los tópicos del género quejoso escandidos desde Ovidio a Garcilaso, compuso hacia 1550, cuando tendría unos treinta años y aún no era tuerto, Escrita de Ceuta, una carta fingida que contiene un ensayo magistral y malévolo sobre el poeta y su tristeza, que es como decir su fondo de armario. La pieza es insólita porque trata de lo que hoy se llama metaliteratura, un género cuya inauguración se atribuía hasta hace poco a Lope de Vega, con aquel soneto que le mandó hacer Violante. Al poco de empezar, Camões sirve este mote travieso:

No quiero y no quiero
Jubón amarillo,
Color que muestra dolor
Quiero, y no quiero
Jubón amarillo

Plano secuencia de Camões matinal, con su corona de laurel en el cogote, en calzas y camisa; tañe la cítara de clara sonoridad hecho un Aquiles dubitativo, y entona muy tenorino, fadoso y andante, Quero e não quero jubão amarelo, ante su ropero. El vestuario áureo, como saben los profesionales, es para hazañas de armas y hallazgos de tesoros. El mote aquí trasladado en primicia está, sostiene Camões, “escogido en la manada de los desechados; y creo que no es tan dedo quemado que no sea de los que el rey mandó llamar”.
Este pasaje ha sido objeto de debate enconado entre los expertos camonianos. Hernãni Cidade propuso famosamente: “dedo quemado es lo mismo que cosa desechada”. La crítica actual, por su parte, ha indagado la metáfora del dátil socarrado y reconstruido la imagen del moribundo con la candela en la mano, símbolo litúrgico de la iluminación por la fe, y método científico forense de la época: cuando el muerto ya se había muerto bastante, la vela le quemaba el dedo, lo cual probaba su estado de fiambre. Camões se burla así de los cadáveres rimados, epopeyas en salmuera y redondillas en espera de juicio, que el poeta guarda para cuando sea menester. El mote, aun siendo fiambre, no era tan desechable que no quisiera catarlo el rey Juan III. Esto último quizá sea farol, porque los reyes no quisieron ver a Camões sino tarde, mal y nunca. Cuando Felipe II adquirió Portugal, fue a Lisboa, y ordenó presencia y audiencia de Camões; pero hacía un mes que al poeta le habían puesto la candela en la mano.
Escrita de Ceuta tiene un principio memorable, irónico hasta la deconstrucción, donde Camões, siglos antes de Gogol, Kafka, y los superagentes secretos, propone la quema y cuidadoso olvido de sus propias líneas para que la posteridad no tenga noticia: “Ésta va con la candela en la mano a las de vuestra merced; y, si de ahí pasara, sea en ceniza, porque no quiero que de mi poco coman muchos. Y si todavía quisiera meter más manos en la escudilla, mándole lavar el nombre, y vaya sin cuños.”
Lo mejor del pasaje está en haber sido tomado al pie de la letra por cuatro siglos de críticos camonianos empeñados en descifrar con melancolía profesional por qué querría el poeta, oh dolor, que el destinatario quemara su carta. Las teorías propuestas se pueden amontonar en dos: la carta original tendría una tinta secreta que se leería al trasluz de una vela, y Camões temía a los plagiarios que le pirateaban las epopeyas. Respecto a lavar el nombre, no ha habido otra que recurrir a la humildad sobrehumana del genio.
Pero recientes excavaciones han concluido que “Ésta va con la candela en la mano a morir en las de vuestra merced” no quiere decir que la carta ya se va muriendo porque os mando que la queméis, sino todo lo contrario: proclamo que nace ahora mismo para la posteridad gloriosa, y haréis saber a todos que es mía, y acúñese. Camões lo dice al revés, porque al derecho queda feísimo, y porque se trata de una ironía de retrogusto, que se percibe al ver que la carta es un inventario de los plumajes del poeta que ha de hacerse el humilde y el triste.
Después vienen unas piernas de Garcilaso —”piernas”, en poética fina, son tercetos emancipados de un soneto; más adelante, Camões presenta sonetos sin piernas— y a continuación Séneca, Ovidio, Boscán, Manrique, todos muy bien traídos, ligados, y emulsionados con bellos versos de Camões, unos emprosados y otros en rincles cortas, grandes reservas y recién escritos, y todo muy triste, y de morirse.
Llegan luego los confites de ahorcado, celebradísimos, de donde Quevedo sacó su chiste de los pasteles de fiambre en el Buscón. Así nació la leyenda barroca de que los confiteros hacían pasteles de cuatro maravedís con carne de ajusticiado. Pero Camões en Escrita de Ceuta sólo juega con una locución cuando dice “Atended que no son malos confites de ahorcado para los que están con la soga al cuello”. Confites de ahorcado es sinónimo de halago, regalo o festejo al que sigue pésimo trago, disgusto y maltrato, todo junto; y viene del último capricho concedido al condenado. Este pasaje, como tantos otros de la carta, recuerda cómo se pasa la vida tan callando y cómo el lusitanismo, noble especialidad legendariamente nacida en 1580 para trasladar al español Os Lusiadas por urgente mandato del rey Felipe II, ha coronado cumbres, pero aún nos debe la lectura de Escrita de Ceuta.
El humor es de ahorcado à la Villon, y la textura, milhojeada. Por toda la pieza corre un dobladillo donde cimbrea la ironía de un poeta extraordinario que se burla del oficio. Una líneas antes del mote cantado al jubón amarillo, sostiene Camões: “Vos, si viene a mano, esperáis de mí palabritas risueñas, ahorcadas de buenos propósitos. Pues desengañaos, que desde que profesé tristeza…” ¡Ahorcadas de buenos propósitos! ¿Enristradas como en una horca de ajos? ¿Guindadas por el cuello? Hernãni Cidade ordenaba la abolición de esas perplejidades, y entender “como entre dientes de horquilla”.
Aunque no supiéramos otra cosa de Camões, y Os Lusiadas se hubiera perdido en el riente mar de Mozambique, Escrita de Ceuta siempre probaría ser la obra extraordinaria de un gran poeta.