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Las campañas publicitarias institucionales que de vez en cuando sufrimos en favor del libro son tan huecas y tan parecidas a las demás campañas publicitarias que no es de extrañar que alguna vez dude del valor de los libros. O por lo menos, del valor actual de los libros, cuando la comunicación informática ha abierto grietas enormes en el férreo aparato de la edición.
Ya he contado por algún lado que mi desconfianza hacia el libro comenzó cuando me di cuenta de que mucho de lo que se publicaba era pura basura, y cuando, inocente de mí, intenté publicar algo. Seguramente yo era ya por entonces, una víctima de las campañas institucionales y mi fe en el libro debía ser de tal calibre que yo mismo podía ser un misionero más.
Pero el libro no es más que un medio. Y confundir el recipiente con el contenido es como elogiar los platos cuando queremos decir que lo bueno es el pollo.
Me pierdo en estos devaneos porque en estos días (o semanas, o meses) ando sumido en dudas sobre la evolución del soporte: en si papel, si ebook o si iPad. O también sobre el viejo tema del tiempo del libro, es decir, el tiempo que media entre la escritura, la corrección, la edición y la lectura. O sobre las bibliotecas en sí, su sentido y su arquitectura -pues resulta que andamos en mi Escuela con proyectos para hacer de ella bien un espacio simbólico o bien un espacio funcional. Ando pensando también si el iPad no será la herramienta de lectura que pueda impulsar la creación de nuevos ciberlibros de coste cero, simplemente mediante la transformación de los desordenados blogs multimedia en estructurados contenidos.
Para aclararme un poco echo la vista hacia atrás y me planteo cuál ha sido el papel de los libros en mi formación y cuál fue su peso o importancia en relación al papel de los profesores, los amigos, los medios de comunicación, el ambiente, etc. Cuánto de vía anárquica y autodidacta tienen los libros en relación con los sistemas más ordenados y dirigidos.
Recuerdo entonces el entusiasmo y la fascinación que me producía simplemente estar en la Biblioteca de la Escuela de Arquitectura de Barcelona y la veneración que me produjo la lectura de los primeros libros. También pienso en la actual acumulación y desorden de libros en casa y en el estudio, y me siento abrumado por su peso y hasta por su presencia.
Una sencilla circunstancia me saca de mis pensamientos. Julián Lacalle me llama para decirme que tiene ya en sus manos la edición de la segunda parte de EL MITO DE LA MAQUINA, y corro a por él. Ya tengo otra vez un gran libro en mis manos y mis dudas quedan aparcadas por su lectura. Mumford empieza este segundo volumen contando como la humanidad volvió a las construcción de la MEGAMAQUINA a partir de los descubrimientos geográficos y científicos acaecidos durante el siglo XVI. Solo llevo sesenta y siete páginas leídas, pero ya estoy aterrorizado con lo que puede ir viniendo después.
Los poderes destructivos de esta segunda megamáquina parecen tan imparables y descontrolados que lo que ahora me pregunto es si la única posibilidad de detenerla no será la de... ¿leer libros?. Libros como el de Mumford, claro. Libros que ya no edita la megamáquina sino un voluntarioso outsider de provincias, y que en vez de ser publicitados por la megamáquina, aparecen comentados en webs de escritores prescritos. Razón por tanto para descreer de las campañas de la megamáquina en favor de los libros. Razón inapelable para dejar de pensar que pueda ser leyendo libros como se pare a la megamáquina.
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Las campañas publicitarias institucionales que de vez en cuando sufrimos en favor del libro son tan huecas y tan parecidas a las demás campañas publicitarias que no es de extrañar que alguna vez dude del valor de los libros. O por lo menos, del valor actual de los libros, cuando la comunicación informática ha abierto grietas enormes en el férreo aparato de la edición.
Ya he contado por algún lado que mi desconfianza hacia el libro comenzó cuando me di cuenta de que mucho de lo que se publicaba era pura basura, y cuando, inocente de mí, intenté publicar algo. Seguramente yo era ya por entonces, una víctima de las campañas institucionales y mi fe en el libro debía ser de tal calibre que yo mismo podía ser un misionero más.
Pero el libro no es más que un medio. Y confundir el recipiente con el contenido es como elogiar los platos cuando queremos decir que lo bueno es el pollo.
Me pierdo en estos devaneos porque en estos días (o semanas, o meses) ando sumido en dudas sobre la evolución del soporte: en si papel, si ebook o si iPad. O también sobre el viejo tema del tiempo del libro, es decir, el tiempo que media entre la escritura, la corrección, la edición y la lectura. O sobre las bibliotecas en sí, su sentido y su arquitectura -pues resulta que andamos en mi Escuela con proyectos para hacer de ella bien un espacio simbólico o bien un espacio funcional. Ando pensando también si el iPad no será la herramienta de lectura que pueda impulsar la creación de nuevos ciberlibros de coste cero, simplemente mediante la transformación de los desordenados blogs multimedia en estructurados contenidos.
Para aclararme un poco echo la vista hacia atrás y me planteo cuál ha sido el papel de los libros en mi formación y cuál fue su peso o importancia en relación al papel de los profesores, los amigos, los medios de comunicación, el ambiente, etc. Cuánto de vía anárquica y autodidacta tienen los libros en relación con los sistemas más ordenados y dirigidos.
Recuerdo entonces el entusiasmo y la fascinación que me producía simplemente estar en la Biblioteca de la Escuela de Arquitectura de Barcelona y la veneración que me produjo la lectura de los primeros libros. También pienso en la actual acumulación y desorden de libros en casa y en el estudio, y me siento abrumado por su peso y hasta por su presencia.
Una sencilla circunstancia me saca de mis pensamientos. Julián Lacalle me llama para decirme que tiene ya en sus manos la edición de la segunda parte de EL MITO DE LA MAQUINA, y corro a por él. Ya tengo otra vez un gran libro en mis manos y mis dudas quedan aparcadas por su lectura. Mumford empieza este segundo volumen contando como la humanidad volvió a las construcción de la MEGAMAQUINA a partir de los descubrimientos geográficos y científicos acaecidos durante el siglo XVI. Solo llevo sesenta y siete páginas leídas, pero ya estoy aterrorizado con lo que puede ir viniendo después.
Los poderes destructivos de esta segunda megamáquina parecen tan imparables y descontrolados que lo que ahora me pregunto es si la única posibilidad de detenerla no será la de... ¿leer libros?. Libros como el de Mumford, claro. Libros que ya no edita la megamáquina sino un voluntarioso outsider de provincias, y que en vez de ser publicitados por la megamáquina, aparecen comentados en webs de escritores prescritos. Razón por tanto para descreer de las campañas de la megamáquina en favor de los libros. Razón inapelable para dejar de pensar que pueda ser leyendo libros como se pare a la megamáquina.
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