martes, 19 de enero de 2010

EL PURGATORIO y DON PEDRO MARTINEZ DE OSMA

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Como Factual es de pago, los textos de Gil Bera hay que ir sacándolos de ese purgatorio con blogs de indulgencias, como éste. He aquí otra entrega del gran sabio navarro:


DISPLICENCIA

Aunque el purgatorio lo inventó Sinibaldo Fieschi en 1245 —con la excusa de que era el papa—, durante los dos primeros siglos se ignoró su potencial económico y social. Sólo funcionó a fuego lento, quemando muy poco a las ánimas, que se aburrían mortalmente por falta de noticias del exterior. Según Dante, que fue el primero en usarlo como escenario, era como el graderío de un estadio, sin partido, ni merienda. El purgatorio no interesaba a nadie, quitando a cuatro pesados que exigían que la iglesia definiera el lugar de residencia de las almas de los mártires, en el más allá, mientras aguardaban a que les devolvieran los cuerpos.

Entonces surgió la idea de Alfonso Borja, el hábil financiero valenciano que convirtió al purgatorio en el artefacto que remodeló Europa. Aprovechando que también era el papa Calixto III, escribió en abril de 1456 una bula donde legisló sobre el conducto y forma de pago de las relaciones entre los fieles vivos y las almas del purgatorio. Por 200 maravedíes se podía sacar a un alma del purgatorio y mandarla al cielo. La tarifa se acomodaba a las posiblidades de los pobres de solemnidad, y también se admitían prestaciones artísticas, como edificar, pintar, esculpir, o ir a la guerra contra la secta mahometana que oprimía Belgrado, Granada, Jerusalén o Constantinopla. A cambio de esas acciones piadosas, el fiel podía redimir sus propios días de purgatorio, o los de algún pariente que tuviera allá metido. Los predicadores de las indulgencias también cobraban su comisión, igual que los agentes de seguros y bolsa.

El primer éxito de la nueva legislación sobre el más allá se verificó apenas tres meses después de su entrada en vigor: el 14 de julio de 1456, una turbamulta cristiana de campesinos, estudiantes y ermitaños se lanzó temerariamente contra el ejército turco que sitiaba Belgrado, con tal furia que rompieron el cerco y arrasaron el campamento invasor.

El éxito se campaneó por toda la cristiandad. Europa pasó a ser una gran penitenciaría donde los convictos ganaban su reinserción celestial y redimían millones de días de purgatorio, acometiendo toda suerte de empresas artísticas, civilizadoras, militares y financieras, justamente ésas que definen “lo europeo”. Con aquella gigantesca terapia colectiva puesta en marcha por el papa valenciano, el cristianismo encontró el modo de superar al enemigo mahometano, que motivaba a sus muchachos con un sistema de allendismo binario, mucho más tosco: infierno o paraíso.

Pero no todo el mundo estaba contento con la burbuja indulgente. Hubo expertos financieros que la despreciaron desde sus cátedras. El más señalado fue Pedro Martínez de Osma. Era este señor soriano muy sabio en materias aristotélicas y teológicas, e hizo carrera en Salamanca. Estaba enchufado por Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, cobraba por racionero y maestro en Salamanca, por canónigo en Córdoba, y por varios cargos sapienciales, y suyo fue el primer libro teológico impreso en España, un comentario sobre el “Quicumque” —un Credo espeso— editado en Segovia en 1472. Como ya era el más sabio de Salamanca, pensó que era hora de ingresar en el cuadro de mando que administraba el gran poder generado por la compraventa de días purgatoriales, y echó los papeles para ser canónigo de Toledo.

La imponente catedral estaba entonces recién terminada y cobijaba a un cabildo muy poderoso, conectado con las principales familias aristocráticas, poseedor de grandes propiedades con exención tributaria, y opulento a más no poder. La renta de un canónigo toledano no bajaba de 400.000 maravedíes al año, el triple que un canónigo sevillano, que le seguía en la clasificación cobradora. Además, la canonjía de Toledo estaba en el camino a la púrpura cardenalicia y a Roma.

Pero el sabio Osma no contaba con sus enemigos salmantinos y con que su protector don Fadrique se fuera a morir cuando más falta le hacía. Sus despreciados colegas de la universidad no informaron a su favor, y hasta intrigaron en su contra, y se vio sin canonjía toledana, ni posibilidad de mandato sobre la cristiandad ignorante y desagradecida.

Cuando aún no tenía cincuenta años, Osma comprendió que no saldría de Salamanca, y que aquello había sido todo. Entonces escribió un tratado e impartió unas lecciones magistrales sobre los días del más allá y el fraude financiero que suponía su compraventa por el papa de Roma. Cierto es, decía, que hay un purgatorio, pero el papa no manda en él. Por lo tanto, desaconsejaba la inversión, y recomendaba no preocuparse por los pecados, porque se borraban con la “sola displicentia”.

Para que no lo destituyeran, se jubiló de la cátedra, pero ese inicio de huida no hizo más que animar a sus adversarios. La denuncia partió del claustro de la universidad de Salamanca, y el arzobispo de Toledo, que antes no le había hecho caso en su petición de canonjía, solicitó y obtuvo facultades del papa para procesarlo como “hijo de iniquidad” en Alcalá de Henares. Osma se puso muy malico, y alegó una grave dolencia para no asistir. Su tratado se declaró herético. Hubo un auto de fe donde se quemó, y se concedieron treinta días al acusado para comparecer en Alcalá y abjurar de su maldad. Osma acudió muerto de miedo y sufrió el desprecio de sus colegas, tuvo que marchar en mitad de una procesión vejatoria con una vela en la mano, subirse al púlpito y abjurar de sus errores. Hay informaciones contradictorias sobre si se quemó o no su cátedra, como pedían algunos. Se le impuso la penitencia de no pisar Salamanca, ni arrimarse a menos de media legua de la ciudad, durante un año. Osma sufrió en efecto el gran poder de la displicencia y, en 1480, antes de cumplir el año de alejamiento, murió de melancolía en el hospicio de Alba de Tormes.