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Os contaba ayer que hace tiempo escribí en el Archipiélago que de la pluma de Eduardo brotaba oro. Seguramente no lo leisteis entonces, y ahora no es fácil tener el papel a mano. Pero aquí está internet para rescatar aquel artículo del olvido. Decía así:
Retrato de un artista
Baroja o el miedo
Eduardo Gil Bera
ed. Península. febrero del 2001
429 paginas. 2.900 ptas
En la Carpeta del Archipiélago n. 37, Eduardo Gil Bera decía respecto al poeta creador que su escritura aporta, o enriquece el lenguaje tanto como lo empiedra, traba y fija de manera letal. A ese poderoso y seguramente certero pensamiento me gustaría añadir como adenda o como introducción a estas líneas, que la labor del crítico no debe andar muy lejos de la del poeta, pues miedo me da que, al decir que Eduardo Gil Bera es uno de los mejores escritores del mundo mundial, éste se petrifique y se me convierta en un mito, un artista, o un consagrado. ¿Qué debe hacer uno cuando encuentra una mina de oro? ¿gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo se entere y te lo quite, o decirlo con la boca pequeña (porque callar es imposible) a los cuatro amigos íntimos, para compartirlo con ellos, gastarlo con inteligencia y gozarlo de por vida? Ya que celebro en mi caso haber conocido a Gil Bera a través del susurro de un buen amigo y no mediante los salmos de los suplementos culturales de los periódicos nacionales, quisiera también que esta crítica mía en el Archipiélago fuera no más que una cómplice y semisecreta consigna entre amigos: leed a Gil Bera porque de su pluma brota oro; pero no se lo digais a nadie, no sea que lo momifiquemos en un becerro más de culto y adoración. Aceptemos el destino de decir las cosas grandes e importantes así, en voz baja, porque es el único modo que se me ocurre de conjurar esa paradoja enunciada por Gil Bera para la poesía y que, en tanto que “escritura creadora”, la hago mía también para la crítica.
A veces uno descubre el oro a través de pequeños indicios, y rascando rascando logra dar con la veta central. Suele recomendarse empezar a leer a los grandes autores por sus obras menores y no llegar a sus grandes obras hasta que se esté suficientemente preparado para el impacto. Es cuestión de gustos o de suerte. Por desechar caminos poco prometedores nos hemos perdido muchas veces espléndidas cimas, así que mi consejo es empezar siempre por lo mejor, pues también ésa fue mi suerte con Gil Bera. Mi amigo me apuntó en una servilletita de bar el título “Paisaje con Fisuras”, ed. Pretextos; lo encontré con facilidad (edición de 1999) en una buena librería de Barcelona (en librerías malas o en provincias no está), y mi fascinación por este libro la resumo diciendo que según acabé de leerlo lo empecé a leer otra vez, y ya voy por la tercera lectura. Darle la vuelta a la Biblia y enseñar sus costuras es una de las aventuras más valientes y hermosas que un escritor pueda nunca acometer. Se requiere para ello un gran dominio de las culturas antiguas, es decir, de ese vastísimo fondo de saber que desgraciadamente sigue estando lejos de nuestro alcance; un profundo desengaño respecto a la cultura que abrió el pensamiento griego, lo que sólo se aprende leyendo a los grandes filósofos de este siglo; y un amor intenso a la vida, es decir, a todo aquello que niega el Libro de los libros y sus interminables y poderosas comunidades de intérpretes. Para la primera aptitud se requiere el don de lenguas y la sagacidad de búsqueda de un pionero; para la segunda hay que haber sido curado de la locura inherente a eso que llamamos el mundo occidental, es decir, que no sólo hace falta ser muy leído sino, sobre todo, haber recuperado el “sentido común”; para la tercera hace falta ser joven, lo que es difícilmente compatible con los otros dos supuestos anteriores. Milagrosamente Gil Bera ha reunido las tres condiciones en un momento de su existencia y ha afrontado la empresa dejándonos pasmados a sus pocos lectores. Eso sí, también hay que decir que “Paisaje con fisuras”, aún siendo un libro inmenso, sabe a poco porque, con ser elegantísima la demolición que efectúa, el edificio es tan colosal que la tarea pide continuidad. Porque un hombre llegase al Everest no se puede decir que el Everest esté alisado y sea un paseo de vacas, así que a la espera de que Gil Bera continúe “Paisaje con fisuras” con nuevas entregas no me queda más remedio que empezarlo de nuevo cada vez que lo acabo. Me dicen desde la editorial que después de dos años no han vendido más de doscientos ejemplares, así que aún se está de suerte (y se puede tener el orgullo) de disponer de un ejemplar de la edición princípe de esta magnífica obra.
El problema de dar con un libro tan extraordinario como “Paisaje con Fisuras”, así, como quien no quiere la cosa, sin haber sudado su hallazgo como se suda para subir a un tres mil, es que vas a tu librería de provincias y dices: “¿qué más hay de este señor?...¡pues pídamelo todo!”. Se corre entonces el riesgo de dar con obras primerizas y decepcionantes, o con ensayos y excursiones del autor por otros géneros, y gastarse una pasta tonta además de llenar los estantes de la librería con libros mediocres. Por suerte, eso no sucede con Gil Bera. Las solapas de algunos de sus libros dicen que ha publicado más de una decena de ellos, pero en el ordenador de la librería no aparecen ni media docena. Sus dos libros editados en Pamiela “A este lado” y “El carro de heno” están agotados, así que no he podido tener acceso a ellos. “Os quiero a todos”, ed. Pretextos 1997, es una novela tan divertida y electrizante como el “Diario de un hombre humillado” de Félix de Azúa, con un decorado vasco en vez de barcelonés, lo que la hace más atractiva incluso. “Sobre la marcha”, ed. Pre-Textos 1996 es un escueto cuaderno de notas de viaje que no aconsejaría como iniciación a Gil Bera porque es como ver a un espadachín haciendo filigranas de entrenamiento en un gimnasio con el vibrante florete del verbo y sin enemigo enfrente. El libro más accesorio y prescindible es quizás la novelita “Todo pasa”, ed. siglo XXI (febrero del 2000), que sólo se entiende un poco si leemos a la vez el formidable libro que motiva esta crítica, “Baroja o el miedo”, que, con suerte, se lo podrá uno llevar a casa directamente sin el engorroso trámite de pedirlo a la editorial, pues a pesar del ninguneo de la crítica oficial o de los barojianos de pro, está teniendo un cierto éxito gracias a que de vez en cuando, y sin querer, se les escapa a estos limpiapolvos del santoral un monitum contra Gil Bera como si de un maldito se tratara.
Yo nunca hubiera comprado “Baroja o el miedo” de no estar escrito por el autor de “Paisajes con fisuras”, ya que como no soy profesor de literatura en un instituto de enseñanza media ni consumidor adicto de novelas, la figura de Pío Baroja siempre me ha traído al pairo. A ver si digo en dos palabras (que es como a mí me gusta decir las cosas), y sin preámbulos, todo lo que pienso sobre este libro: yo creo que lo peor de “Baroja o el miedo” es que sea una biografía sobre un tal Baroja que se ve que existió de verdad. Si hacemos el esfuerzo de poner señor J cada vez que dice Baroja, y tomar por decorado geográfico e histórico el escenario en que vivió este señor, tendremos en nuestras manos uno de los más espléndidos retratos que imaginarse uno pueda del arquetipo o figura del artista español en la primera mitad siglo XX. Un retrato universal –admitan mi entusiasmo– de la talla de un Quijote. Lo malo, repito, es que Pío Baroja existió. O dicho de otro modo, si don Alonso Quijano hubiera sido una persona real, seguramente Cervantes no habría entrado en la historia de la literatura con la suerte con que lo hizo. Y viceversa, la culpa de que el libro de Gil Bera no sea la gran novela española que todo el mundo está esperando desde hace cuatro siglos es que no puede desmentirse la existencia real del escritor de novelas Pío Baroja. Qué triste es el destino de quien dice la verdad, de quien no ficciona, de quien pinta lo que ve, ¿no? El mismo que el del pintor Juan Echevarría, autor del desconocido retrato de Pío Baroja que cuelga en el modesto Museo de Bellas Artes de Alava y que nadie había reparado en él hasta que Gil Bera lo pusiera en la portada de su libro. Hubo un momento en mi lectura de “Baroja o el miedo” –lo confieso- en que no podía dejar de mirar una y otra vez el retrato de la portada. A partir de no se qué página leía el libro abriendo y cerrándolo constantemente para admirarme de la coincidencia entre lo escrito y lo pintado: esa mueca de la boca que anuncia una mentira o un desprecio, esa mirada de desdén y rencor, ese rostro rasposo... Todo el libro, me he dicho más de una vez después de leerlo, no es otra cosa que el comentario de una pintura: el más extraordinario comentario jamás hecho de una pintura desconocida que, según los fidedignos datos que aporta el libro, tampoco tenía nada de imaginaria.
Una gran narración sobre alguien que existió se llama biografía en vez de novela. El éxito popular de las novelas y el fracaso cultural de las biografías radica en que las primeras siguen la dirección de la flecha del pensamiento que, para nuestra maldición, siempre va de lo concreto a lo abstracto. Escribir biografías serias, es decir, detallar, ser preciso, dar con la pincelada acertada para contar la circunstancia, la intención, la voluntad de alguien en un hecho acaecido es para el mundo del pensamiento algo así como pretender, en el de la Física, que la Tierra gire al revés. Si el pensamiento que va hacia la abstracción se construye a su vez sobre una historia ficticia, la admiración del populacho intelectual se ve centuplicada por la del populacho general cuyo infantilismo consiste en la veneración del artificio. Pero hacer una biografía rigurosa es justo lo contrario de hacer una ficción. Pintar los detalles y la intencionalidad de cada acto o gesto humano es pensar en dirección contraria a la abstracción. De ahí que una biografía como “Baroja o el miedo” sea un excepcional enfrentamiento lleno de tensión entre dos escritores que apuntan en sentidos absolutamente opuestos: uno quiere construirse como un artista (un dios); el otro le retrata, gesto a gesto, minuto a minuto, como un desdichado ser humano. He oído comentarios, en sentido negativo, que el estilo irónico, la burla, la mofa, y hasta la despiadada caricatura que Gil Bera hace de los Baroja (pues al final el retrato se vuelve colectivo) son excesivas, que ha cargado mucho las tintas, que se ha “pasado”; pero yo discrepo completamente de ese comentario, o discrepo en particular de que una actitud así pueda ser considerada negativamente. Todo lo contrario, pienso yo: a medida que vamos conociendo al personaje biografiado es él quien va pidiendo ese tipo de tratamiento. Hay paisajes que piden ser pintados a la acuarela y paisajes que piden ser pintados al óleo. ¿Cómo debería ser tratado ese gran despreciador de sus congéneres que era Pío Baroja, -según admite todo el mundo sin discusión? ¿pintándolo con pastelitos? No hombre, eso sí que no. Para eso están las novelas rosas. Ante la vileza moral, la ambición desmedida, la canallada, el rencor o el chaqueteo propios del gran artista no se pueden admitir paños calientes. Bastante es que se quede uno en el uso de la palabra y no haga males mayores. Pío Baroja tiene la suerte de ser ya un muerto (no se le puede hacer daño) y por lo tanto un santo (todo muerto es un santo porque ya no puede hacer mal a nadie), pero la narración pormenorizada de su vida, el análisis profundo de cada trazo con que la persona Baroja fue construyendo la figura “Baroja” constituye una de las mayores lecciones morales que encontrarse uno pueda, una lección que, -digo yo ahora en beneficio de los barojianos-, habrá que agradecérsela a ambos: a Baroja por construir tan ejemplarmente la figura del artista y a Gil Bera por describirla con tal precisión y belleza. Sin olvidarnos de la pintura de Echevarría, por supuesto.
Claro que, como en el caso de la Biblia, hay que ser otra vez muy valiente para hacer algo así porque el manejo de las armas que sirven para conjurar el mal, esto es, el uso de un lenguaje que desenmascara otro lenguaje, le otorga a uno tal poder que todos sus coetáneos han de sentirse por fuerza, muy intimidados. Ante un fenómeno de la talla de Gil Bera yo mismo, por ejemplo, siento que mis escritos críticos son bisutería, y que mejor me calle y deje de escribir quincallas porque mi lenguaje es un cuchillo de cocina comparado con su espada toledana. ¡Cuanto me gustaría que Gil Bera escribiera ahora, por ejemplo, esa biografía que yo quisiera pero no sabría escribir, sobre el gran artista de la arquitectura española ¡nacido en Tudela como él mismo! llamado Rafael Moneo. (Por cierto, que en la página 101 de “Sobre la marcha” ya hay un impagable aviso: “en el centro del parque (de Albacete) hay una cosa muy grande, una especie de dado como la Kaaba de la Meca... ¿Será el depósito del agua?¿Les habrá hecho Moneo algo?”). Tiene la suerte Moneo que después de cien años de demolición colectiva del lenguaje arquitectónico no haya posibilidad de ridiculizar su arquitectura desde un lenguaje arquitectónico rico y renacido. Contra sus pedruscos sólo se puede luchar con palabras y según parece, las piedras aún no oyen. Pero a los artistas de la escritura y a todo aquel que se divinice en su arte, sea el que sea, siempre se les podrá retratar desde el lenguaje escrito (o desde el de los pinceles), y ninguno ya puede sentirse a salvo. La demolición de la figura del artista Baroja es en ese sentido ejemplar y vale para todos ellos; así que no es extraño ver a todos los artistas bien apretujados tras los muros de esos refugios modernos o ciudadelas del poder llamados medios de comunicación o edición lanzando una y otra vez teledirigidos misiles de formación de opinión de masas.
Antes de conocer a Gil Bera, el título o la figura de escritor eran para mí una banalidad o una impostura. Cada vez que veía en los periódicos que alguien firmaba un artículo diciendo de sí mismo que era escritor me entraba la carcajada: “Pepito Pérez es escritor”, leía una y otra vez en los periódicos y me preguntaba por qué no firmaban diciendo, por ejemplo, que eran vertebrados o mamíferos: pues ser escritor en nuestros días, en que todo el mundo sabe escribir, es como decir que se es ungulado o termoestable. En caso de que el escritor fuera un “empleado en escritura” podría firmar mucho más certeramente como periodista o negro. Si fuera el escritor de libros editados por editoriales de mucho ringorrango, podría denominarse directamente “artista” o “autor”. De tratarse de un escritor ocasional, aficionado o publicado en editoriales pequeñas, debería firmar con su verdadera profesión: catedrático, político, maestro o abogado. Pero firmar como escritor... ¿quién en nuestros días puede llamarse escritor sin hacer el ridículo?.
Tras leer los libros de Gil Bera quise saber de su artífice y me fuí hasta su taller. Allí me explicó el propio Gil Bera que escribir era un oficio como otro cualquiera: te levantas por la mañana, te metes en el escritorio y así que pasen las ocho horas reglamentarias. De habérmelo creído, como un niño, hubiera completado la escena en mi imaginación con gente paseando por la calle, husmeando en el escaparate del taller los párrafos, las páginas o los libros que iba haciendo el escritor, y entrando a preguntar su precio y hasta a comprar alguno de vez en cuando para disfrute propio, para hacer un regalito y, en definitiva, para que el escritor pudiera seguir viviendo de su oficio. Lástima que yo no sea tan niño, que mi imaginación no coincida con la realidad, y que el artesano escritor Gil Bera también necesite de editores que produzcan sus libros haciendo de él, a la postre, un negro, un escritor ocasional o un “artista” de la escritura.
El poeta debe saber su paradoja: puede crear lenguaje pero también lo puede petrificar. Los editores, los críticos y los compradores de libros debemos saber también que el escritor que tenemos entre manos pudo empezar siendo un único, magnífico e insuperable artesano de la escritura, -un creador de lenguaje-, pero que entre todos, y acaso (¡ay!) con su misma complicidad o deseo, ya que no en negro o en escritor ocasional, le podemos convertir en un nuevo artista que, a su vez, otro artesano tendrá que pintar o demoler (pintar demoledoramente, o sea, pintar verazmente) con el mismo valor, belleza y veracidad con que éste llamado Gil Bera ha pintado a aquél llamado Baroja.
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Os contaba ayer que hace tiempo escribí en el Archipiélago que de la pluma de Eduardo brotaba oro. Seguramente no lo leisteis entonces, y ahora no es fácil tener el papel a mano. Pero aquí está internet para rescatar aquel artículo del olvido. Decía así:
Retrato de un artista
Baroja o el miedo
Eduardo Gil Bera
ed. Península. febrero del 2001
429 paginas. 2.900 ptas
En la Carpeta del Archipiélago n. 37, Eduardo Gil Bera decía respecto al poeta creador que su escritura aporta, o enriquece el lenguaje tanto como lo empiedra, traba y fija de manera letal. A ese poderoso y seguramente certero pensamiento me gustaría añadir como adenda o como introducción a estas líneas, que la labor del crítico no debe andar muy lejos de la del poeta, pues miedo me da que, al decir que Eduardo Gil Bera es uno de los mejores escritores del mundo mundial, éste se petrifique y se me convierta en un mito, un artista, o un consagrado. ¿Qué debe hacer uno cuando encuentra una mina de oro? ¿gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo se entere y te lo quite, o decirlo con la boca pequeña (porque callar es imposible) a los cuatro amigos íntimos, para compartirlo con ellos, gastarlo con inteligencia y gozarlo de por vida? Ya que celebro en mi caso haber conocido a Gil Bera a través del susurro de un buen amigo y no mediante los salmos de los suplementos culturales de los periódicos nacionales, quisiera también que esta crítica mía en el Archipiélago fuera no más que una cómplice y semisecreta consigna entre amigos: leed a Gil Bera porque de su pluma brota oro; pero no se lo digais a nadie, no sea que lo momifiquemos en un becerro más de culto y adoración. Aceptemos el destino de decir las cosas grandes e importantes así, en voz baja, porque es el único modo que se me ocurre de conjurar esa paradoja enunciada por Gil Bera para la poesía y que, en tanto que “escritura creadora”, la hago mía también para la crítica.
A veces uno descubre el oro a través de pequeños indicios, y rascando rascando logra dar con la veta central. Suele recomendarse empezar a leer a los grandes autores por sus obras menores y no llegar a sus grandes obras hasta que se esté suficientemente preparado para el impacto. Es cuestión de gustos o de suerte. Por desechar caminos poco prometedores nos hemos perdido muchas veces espléndidas cimas, así que mi consejo es empezar siempre por lo mejor, pues también ésa fue mi suerte con Gil Bera. Mi amigo me apuntó en una servilletita de bar el título “Paisaje con Fisuras”, ed. Pretextos; lo encontré con facilidad (edición de 1999) en una buena librería de Barcelona (en librerías malas o en provincias no está), y mi fascinación por este libro la resumo diciendo que según acabé de leerlo lo empecé a leer otra vez, y ya voy por la tercera lectura. Darle la vuelta a la Biblia y enseñar sus costuras es una de las aventuras más valientes y hermosas que un escritor pueda nunca acometer. Se requiere para ello un gran dominio de las culturas antiguas, es decir, de ese vastísimo fondo de saber que desgraciadamente sigue estando lejos de nuestro alcance; un profundo desengaño respecto a la cultura que abrió el pensamiento griego, lo que sólo se aprende leyendo a los grandes filósofos de este siglo; y un amor intenso a la vida, es decir, a todo aquello que niega el Libro de los libros y sus interminables y poderosas comunidades de intérpretes. Para la primera aptitud se requiere el don de lenguas y la sagacidad de búsqueda de un pionero; para la segunda hay que haber sido curado de la locura inherente a eso que llamamos el mundo occidental, es decir, que no sólo hace falta ser muy leído sino, sobre todo, haber recuperado el “sentido común”; para la tercera hace falta ser joven, lo que es difícilmente compatible con los otros dos supuestos anteriores. Milagrosamente Gil Bera ha reunido las tres condiciones en un momento de su existencia y ha afrontado la empresa dejándonos pasmados a sus pocos lectores. Eso sí, también hay que decir que “Paisaje con fisuras”, aún siendo un libro inmenso, sabe a poco porque, con ser elegantísima la demolición que efectúa, el edificio es tan colosal que la tarea pide continuidad. Porque un hombre llegase al Everest no se puede decir que el Everest esté alisado y sea un paseo de vacas, así que a la espera de que Gil Bera continúe “Paisaje con fisuras” con nuevas entregas no me queda más remedio que empezarlo de nuevo cada vez que lo acabo. Me dicen desde la editorial que después de dos años no han vendido más de doscientos ejemplares, así que aún se está de suerte (y se puede tener el orgullo) de disponer de un ejemplar de la edición princípe de esta magnífica obra.
El problema de dar con un libro tan extraordinario como “Paisaje con Fisuras”, así, como quien no quiere la cosa, sin haber sudado su hallazgo como se suda para subir a un tres mil, es que vas a tu librería de provincias y dices: “¿qué más hay de este señor?...¡pues pídamelo todo!”. Se corre entonces el riesgo de dar con obras primerizas y decepcionantes, o con ensayos y excursiones del autor por otros géneros, y gastarse una pasta tonta además de llenar los estantes de la librería con libros mediocres. Por suerte, eso no sucede con Gil Bera. Las solapas de algunos de sus libros dicen que ha publicado más de una decena de ellos, pero en el ordenador de la librería no aparecen ni media docena. Sus dos libros editados en Pamiela “A este lado” y “El carro de heno” están agotados, así que no he podido tener acceso a ellos. “Os quiero a todos”, ed. Pretextos 1997, es una novela tan divertida y electrizante como el “Diario de un hombre humillado” de Félix de Azúa, con un decorado vasco en vez de barcelonés, lo que la hace más atractiva incluso. “Sobre la marcha”, ed. Pre-Textos 1996 es un escueto cuaderno de notas de viaje que no aconsejaría como iniciación a Gil Bera porque es como ver a un espadachín haciendo filigranas de entrenamiento en un gimnasio con el vibrante florete del verbo y sin enemigo enfrente. El libro más accesorio y prescindible es quizás la novelita “Todo pasa”, ed. siglo XXI (febrero del 2000), que sólo se entiende un poco si leemos a la vez el formidable libro que motiva esta crítica, “Baroja o el miedo”, que, con suerte, se lo podrá uno llevar a casa directamente sin el engorroso trámite de pedirlo a la editorial, pues a pesar del ninguneo de la crítica oficial o de los barojianos de pro, está teniendo un cierto éxito gracias a que de vez en cuando, y sin querer, se les escapa a estos limpiapolvos del santoral un monitum contra Gil Bera como si de un maldito se tratara.
Yo nunca hubiera comprado “Baroja o el miedo” de no estar escrito por el autor de “Paisajes con fisuras”, ya que como no soy profesor de literatura en un instituto de enseñanza media ni consumidor adicto de novelas, la figura de Pío Baroja siempre me ha traído al pairo. A ver si digo en dos palabras (que es como a mí me gusta decir las cosas), y sin preámbulos, todo lo que pienso sobre este libro: yo creo que lo peor de “Baroja o el miedo” es que sea una biografía sobre un tal Baroja que se ve que existió de verdad. Si hacemos el esfuerzo de poner señor J cada vez que dice Baroja, y tomar por decorado geográfico e histórico el escenario en que vivió este señor, tendremos en nuestras manos uno de los más espléndidos retratos que imaginarse uno pueda del arquetipo o figura del artista español en la primera mitad siglo XX. Un retrato universal –admitan mi entusiasmo– de la talla de un Quijote. Lo malo, repito, es que Pío Baroja existió. O dicho de otro modo, si don Alonso Quijano hubiera sido una persona real, seguramente Cervantes no habría entrado en la historia de la literatura con la suerte con que lo hizo. Y viceversa, la culpa de que el libro de Gil Bera no sea la gran novela española que todo el mundo está esperando desde hace cuatro siglos es que no puede desmentirse la existencia real del escritor de novelas Pío Baroja. Qué triste es el destino de quien dice la verdad, de quien no ficciona, de quien pinta lo que ve, ¿no? El mismo que el del pintor Juan Echevarría, autor del desconocido retrato de Pío Baroja que cuelga en el modesto Museo de Bellas Artes de Alava y que nadie había reparado en él hasta que Gil Bera lo pusiera en la portada de su libro. Hubo un momento en mi lectura de “Baroja o el miedo” –lo confieso- en que no podía dejar de mirar una y otra vez el retrato de la portada. A partir de no se qué página leía el libro abriendo y cerrándolo constantemente para admirarme de la coincidencia entre lo escrito y lo pintado: esa mueca de la boca que anuncia una mentira o un desprecio, esa mirada de desdén y rencor, ese rostro rasposo... Todo el libro, me he dicho más de una vez después de leerlo, no es otra cosa que el comentario de una pintura: el más extraordinario comentario jamás hecho de una pintura desconocida que, según los fidedignos datos que aporta el libro, tampoco tenía nada de imaginaria.
Una gran narración sobre alguien que existió se llama biografía en vez de novela. El éxito popular de las novelas y el fracaso cultural de las biografías radica en que las primeras siguen la dirección de la flecha del pensamiento que, para nuestra maldición, siempre va de lo concreto a lo abstracto. Escribir biografías serias, es decir, detallar, ser preciso, dar con la pincelada acertada para contar la circunstancia, la intención, la voluntad de alguien en un hecho acaecido es para el mundo del pensamiento algo así como pretender, en el de la Física, que la Tierra gire al revés. Si el pensamiento que va hacia la abstracción se construye a su vez sobre una historia ficticia, la admiración del populacho intelectual se ve centuplicada por la del populacho general cuyo infantilismo consiste en la veneración del artificio. Pero hacer una biografía rigurosa es justo lo contrario de hacer una ficción. Pintar los detalles y la intencionalidad de cada acto o gesto humano es pensar en dirección contraria a la abstracción. De ahí que una biografía como “Baroja o el miedo” sea un excepcional enfrentamiento lleno de tensión entre dos escritores que apuntan en sentidos absolutamente opuestos: uno quiere construirse como un artista (un dios); el otro le retrata, gesto a gesto, minuto a minuto, como un desdichado ser humano. He oído comentarios, en sentido negativo, que el estilo irónico, la burla, la mofa, y hasta la despiadada caricatura que Gil Bera hace de los Baroja (pues al final el retrato se vuelve colectivo) son excesivas, que ha cargado mucho las tintas, que se ha “pasado”; pero yo discrepo completamente de ese comentario, o discrepo en particular de que una actitud así pueda ser considerada negativamente. Todo lo contrario, pienso yo: a medida que vamos conociendo al personaje biografiado es él quien va pidiendo ese tipo de tratamiento. Hay paisajes que piden ser pintados a la acuarela y paisajes que piden ser pintados al óleo. ¿Cómo debería ser tratado ese gran despreciador de sus congéneres que era Pío Baroja, -según admite todo el mundo sin discusión? ¿pintándolo con pastelitos? No hombre, eso sí que no. Para eso están las novelas rosas. Ante la vileza moral, la ambición desmedida, la canallada, el rencor o el chaqueteo propios del gran artista no se pueden admitir paños calientes. Bastante es que se quede uno en el uso de la palabra y no haga males mayores. Pío Baroja tiene la suerte de ser ya un muerto (no se le puede hacer daño) y por lo tanto un santo (todo muerto es un santo porque ya no puede hacer mal a nadie), pero la narración pormenorizada de su vida, el análisis profundo de cada trazo con que la persona Baroja fue construyendo la figura “Baroja” constituye una de las mayores lecciones morales que encontrarse uno pueda, una lección que, -digo yo ahora en beneficio de los barojianos-, habrá que agradecérsela a ambos: a Baroja por construir tan ejemplarmente la figura del artista y a Gil Bera por describirla con tal precisión y belleza. Sin olvidarnos de la pintura de Echevarría, por supuesto.
Claro que, como en el caso de la Biblia, hay que ser otra vez muy valiente para hacer algo así porque el manejo de las armas que sirven para conjurar el mal, esto es, el uso de un lenguaje que desenmascara otro lenguaje, le otorga a uno tal poder que todos sus coetáneos han de sentirse por fuerza, muy intimidados. Ante un fenómeno de la talla de Gil Bera yo mismo, por ejemplo, siento que mis escritos críticos son bisutería, y que mejor me calle y deje de escribir quincallas porque mi lenguaje es un cuchillo de cocina comparado con su espada toledana. ¡Cuanto me gustaría que Gil Bera escribiera ahora, por ejemplo, esa biografía que yo quisiera pero no sabría escribir, sobre el gran artista de la arquitectura española ¡nacido en Tudela como él mismo! llamado Rafael Moneo. (Por cierto, que en la página 101 de “Sobre la marcha” ya hay un impagable aviso: “en el centro del parque (de Albacete) hay una cosa muy grande, una especie de dado como la Kaaba de la Meca... ¿Será el depósito del agua?¿Les habrá hecho Moneo algo?”). Tiene la suerte Moneo que después de cien años de demolición colectiva del lenguaje arquitectónico no haya posibilidad de ridiculizar su arquitectura desde un lenguaje arquitectónico rico y renacido. Contra sus pedruscos sólo se puede luchar con palabras y según parece, las piedras aún no oyen. Pero a los artistas de la escritura y a todo aquel que se divinice en su arte, sea el que sea, siempre se les podrá retratar desde el lenguaje escrito (o desde el de los pinceles), y ninguno ya puede sentirse a salvo. La demolición de la figura del artista Baroja es en ese sentido ejemplar y vale para todos ellos; así que no es extraño ver a todos los artistas bien apretujados tras los muros de esos refugios modernos o ciudadelas del poder llamados medios de comunicación o edición lanzando una y otra vez teledirigidos misiles de formación de opinión de masas.
Antes de conocer a Gil Bera, el título o la figura de escritor eran para mí una banalidad o una impostura. Cada vez que veía en los periódicos que alguien firmaba un artículo diciendo de sí mismo que era escritor me entraba la carcajada: “Pepito Pérez es escritor”, leía una y otra vez en los periódicos y me preguntaba por qué no firmaban diciendo, por ejemplo, que eran vertebrados o mamíferos: pues ser escritor en nuestros días, en que todo el mundo sabe escribir, es como decir que se es ungulado o termoestable. En caso de que el escritor fuera un “empleado en escritura” podría firmar mucho más certeramente como periodista o negro. Si fuera el escritor de libros editados por editoriales de mucho ringorrango, podría denominarse directamente “artista” o “autor”. De tratarse de un escritor ocasional, aficionado o publicado en editoriales pequeñas, debería firmar con su verdadera profesión: catedrático, político, maestro o abogado. Pero firmar como escritor... ¿quién en nuestros días puede llamarse escritor sin hacer el ridículo?.
Tras leer los libros de Gil Bera quise saber de su artífice y me fuí hasta su taller. Allí me explicó el propio Gil Bera que escribir era un oficio como otro cualquiera: te levantas por la mañana, te metes en el escritorio y así que pasen las ocho horas reglamentarias. De habérmelo creído, como un niño, hubiera completado la escena en mi imaginación con gente paseando por la calle, husmeando en el escaparate del taller los párrafos, las páginas o los libros que iba haciendo el escritor, y entrando a preguntar su precio y hasta a comprar alguno de vez en cuando para disfrute propio, para hacer un regalito y, en definitiva, para que el escritor pudiera seguir viviendo de su oficio. Lástima que yo no sea tan niño, que mi imaginación no coincida con la realidad, y que el artesano escritor Gil Bera también necesite de editores que produzcan sus libros haciendo de él, a la postre, un negro, un escritor ocasional o un “artista” de la escritura.
El poeta debe saber su paradoja: puede crear lenguaje pero también lo puede petrificar. Los editores, los críticos y los compradores de libros debemos saber también que el escritor que tenemos entre manos pudo empezar siendo un único, magnífico e insuperable artesano de la escritura, -un creador de lenguaje-, pero que entre todos, y acaso (¡ay!) con su misma complicidad o deseo, ya que no en negro o en escritor ocasional, le podemos convertir en un nuevo artista que, a su vez, otro artesano tendrá que pintar o demoler (pintar demoledoramente, o sea, pintar verazmente) con el mismo valor, belleza y veracidad con que éste llamado Gil Bera ha pintado a aquél llamado Baroja.
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